En esto, vieron venir a Ginés de Pasamonte, que montaba el rucio de Sancho. Se había disfrazado de gitano para que nadie le conociese. Le vio Sancho, le conoció y a grandes voces le dijo:
-"¡Ah, ladrón Ginesillo! ¡Deja mi asno! ¡Huye y abandona lo que no es tuyo!"
Viéndose descubierto, Ginés saltó del borrico y, a la carrera, se alejó de todos.
-"¿Cómo has estado, Rucio de mis ojos, compañero mío?"
Sancho besaba y acariciaba a su asno como si fuera una persona. Llegaron todos y le felicitaron.
Mientras tanto, contó el cura a Dorotea la manía de Don Quijote por los libros caballerescos, y cómo por su causa había perdido el juicio. La doncella prometió que los acompañaría hasta la aldea de don Alonso y, una vez allí, ella volvería a su casa.
Sin más cosas dignas de contarse, llegaron a la venta de donde habían partido el día anterior en busca de don Quijote. El ventero, al ver al caballero, le preparó un lecho en el mismo camaranchón donde ya había dormido la primera vez que llegó allí.
Mientras don Quijote descansaba, el cura, el barbero y el ventero trataron de la extraña locura del hidalgo y del modo que le habían encontrado.
Sancho había subido a ver si descansaba su amo y, al cabo de poco rato, bajó gritando:
-"¡Acudid presto! ¡Mi señor ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la princesa Micomicona!"